Era
ya miércoles por la noche, cuando misteriosamente los dos niños al mismo tiempo
estaban durmiendo. Yo estaba preparando la comida para el día siguiente y ella
salió de la habitación y se acercó con actitud y tono desafiante preguntándome:
“¿No querías un ratito para nosotros? ¿Ya lo tienes? ¿De qué quieres hablar?
¿Qué quieres hacer?” también preguntó de la misma manera si era ya el momento
para que yo le dijese todo cuanto tenía que decirle. Lo cierto es que el
domingo, antes de irse a dormir, lo hizo igual, pero aún estaban los niños por
en medio y yo estaba de tan mal humor, que le dije que no era el momento.
Entonces ahora dejé todo lo que tenía entre manos y nos fuimos hacia el sofá en
silencio cogidos de la mano.
Por
fin le dije todo lo que pensaba y lo que quería de nuestra relación. Le dije
que quería sentirla más, pasar tiempo a su lado, que no me conformaba a verla
desfilar por casa con la teta fuera y con el niño en brazos. Le pedí que
también hablara claramente si ella necesitaba o quería algo más de mí, que no
lo insinuase o lanzara indirectas; aclaré que era necesario que hubiese más
comunicación entre nosotros; que hablásemos de lo que sentíamos, de lo que
pensábamos. Igualmente añadí que de vez en cuando quería sentarme con ella para
que viésemos una película tranquilamente en el sofá, o ir al cine o a cenar con
ella a solas y que no pasaba nada si dejábamos unas horitas a los niños con los
abuelos o los tíos; que si los niños no nos dejaban estos momentos, había que
crearlos de manera alternativa. Le dije que quería acariciarla o hacerle un
masaje; que también quería verla más acicalada y le pedí que de vez en cuando
se pusiese alguna pieza de lencería. Le hablé también de la inactividad sexual
y toda la desazón que me provocaba, secuestrándome cualquier otro pensamiento y
también confesé mis maniobras ocultas.
Por
el momento no tenía valor para presentarle otras ideas obscenas que tenía en
mente. Pensaba que ya había hablado demasiado, pero viendo que ella escuchaba
sin protestar, llegó el momento en que me atreví a introducirle un juego que mi
desazón había ido creando en los últimos días, a pesar de que estaba convencido
de que ella tampoco querría jugar.
Se
trataba de un juego de pareja para favorecer la pasión perdida en nuestra
relación, pero ahora ella dijo que ya habíamos hablado mucho, que eso lo
podíamos ver otro día; que era mejor que pasásemos a otro tipo de acción,
aprovechando que los niños dormían. A pesar de que prefirió cambiar de tema,
que dejara esa puerta abierta para otro día me hacía albergar un rayo de
esperanza, eso sí, sabiendo que para ella ese “mañana” o “otro día” casi
siempre nunca llegaba. Sólo esperaba que realmente ella quisiese probar el
juego un poco.
Entonces,
obligado a cambiar de tema, propuse ver una película, pero no cualquiera. Lo
cierto es que yo ya tenía en mente algo obsceno. Me apetecía compartir un poco
de porno con ella, que nos aleccionásemos y nos excitáramos antes de ir al
asunto que era el epicentro de mi estado. Ella casi no me dejó ni acabar de
hablar, pero finalmente pude aclararle qué tipo de película quería y ella
aceptó.
Seleccioné
un cortito vídeo que me gustaba porque había una chica muy bonita que estaba
desnudándose de manera sensual ante una piscina y un chico y también quería que
ella supiese que me gustaba aquella chica y sus curvas. Ella fue acariciándome
por bajo la ropa, acercando la mano hacia mi cipote, que a punto estaba de
destrozar los calzoncillos. Yo ya quería ir al asunto, pero al mismo tiempo
quería disfrutar de esta atrevida experiencia con ella. Su mano volvió a montar
hacia el pecho. Las primeras escenas acabaron y a continuación puse otro vídeo
que me gustaba especialmente porque había una chica de cara muy bonita en unas
escaleras. Me excitaba compartir mis gustos y deseos con mi mujer, pero no se
trataba de esto sólo. Me gustaba mucho llegar a poder compartir mis
pensamientos más íntimos con otra persona, y más aún, que fuera mi mujer.
También confesé que me gustaría que ella llegara al mismo punto conmigo. Dicho
esto, ella también procedió a hacer lo mismo que la chica de las escaleras,
dejándome unos minutos para que yo me recrease con aquel rostro y mirada
inocente y sintiera el placer en mi pene. Aquellas imágenes iban a durar mucho
más, pero ella se levantó para besarme y refregarme el olor del sexo en mis
labios.
Entonces
me desafió a poner una película donde los protagonistas, en lugar de una bonita
chica, fuesen un chico o más. Quería escenas en las que solamente hubiera
hombres. Me alegró muchísimo que compartiese este interés conmigo. Así que nos
pusimos los dos juntos a buscar en la web el material que ella solicitaba.
Mientras veíamos aquellas imágenes obscenas y prohibidas, nos acariciamos otra
vez las partes más íntimas uno a otro, acercándonos al placer, pero sin
lanzarnos del todo. Después fui yo quien se puso a chupar el néctar de su flor
e impregnarme toda la cara con su olor de hembra. Y en medio de este cambio de
turno también continuamos hablando de nuestros gustos.
Así
también le confesé que me gustaba mucho una vecina; que la consideraba muy
bonita; que me ponía mucho, a pesar de que también señalé bastante que tenía el
culo demasiado grande para que no pareciera todo perfecto, pero realidad eso no
me importaba. Es más, prefería un culo grande y redondo que otro prácticamente
inexistente que yo pudiese cubrir con mi mano. Esta vecina era una hembra
grande y voluptuosa, ancha de caderas, con curvas sinuosas y carne donde
cogerse, como mi mujer, que se veía fuerte, al mismo tiempo que suave y
delicada. Realmente siempre me habían gustado las mujeres más chiquirrititas,
fáciles de coger en brazos, pero quizá la experiencia me hizo cambiar de
opinión. Lo cierto es que ahora ya no seré capaz de mirar ni tratar de la misma
manera a la vecina de los perros, siendo que mi mujer sabe que me gusta.
Ella
me besó y yo continué repasando muchas otras chicas amigas y conocidas. Ella
también dio pie a más y me preguntó si me gustaba esta o la otra. Igualmente
llegó el momento de hablar de chicos.
Los
dos al mismo tiempo nos abrimos a hablar de nuestros gustos más íntimos que no
habíamos compartido nunca con ninguna otra persona, ni incluso entre nosotros.
Me resultaba muy bonito hacerlo, con confianza, sin miedos, celos ni
menospreciarse. Tener esta franqueza con la pareja para mí era el máximo.
Después
ella continuó dirigiendo el resto de la sesión y propuso depilarme el pubis, a
pesar de que en realidad quería pelarme del todo. Encendido de deseo, le dije
que incluso me lo podía hacer con cera, pero por suerte ella se apiadó de mí, y
con la maquinilla de cortar los cabellos, me rasuró todo el vello de la
entrepierna y un poco más allá. Dado que yo soy muy peludo, me dejó un
destacable rodal pelón en medio todo mi pelambre que, por lo que pudiese pensar
la gente, me privaría de ducharme en el gimnasio una larga temporada. En este
punto sufrí un leve accidente. Ella me pellizcó el escroto con el aparato
eléctrico que había entrado en juego y me causó un poco de sangre y dolor, pero
esto no hizo decaer la nuestra particular sesión de terapia de pareja, que en
realidad tenía alguna semejanza con lo que yo había ideado en mi juego.
Una
vez me había dejado un pubis de diseño, dijo que mi verga había quedado muy
bonita. Que me dijera que mi pájaro “colgajoso” y pelón, era una cosa bonita me
sorprendía. Yo no lo acababa de considerar así. Más bien me parecía un animal
con apariencia de buitre desesperadamente hambriento que miraba el mundo
siempre al acecho. Pero ahora sus palabras me hicieron remirármelo de otra
manera y acabar creyéndolo. Quería tenerlo siempre bonito para ella. Después se
lo volvió a engullir todo por arriba y por bajo. Mi miembro lucía esplendoroso
como nunca, con un tamaño inimaginable. A continuación me lo plastificó y me
cabalgó hasta que los dos llegamos al orgasmo al mismo tiempo. Aun así, mi
erección no decayó y ella me presentó el culo para que yo me hiciese una paja
mirándoselo. Me corrí dos veces seguidas.
Nuestro
encuentro no podía haber resultado mejor. Era así como quería que fuera siempre
nuestra vida sexual. Pasamos poco más de dos horas hablando, saboreándonos
confesándose, dando placer el uno al otro y milagrosamente los niños nos
concedieron toda esta licencia.