martes, 5 de septiembre de 2017

TERCERA PARTE: EL ENSAYO (III)


Ella procedió con mirada baja y sumisa, pero le pegué una palmetazo al hombro para que me mirase a la cara mientras me lo hacía. Quería verla así, mirándome con glotonería. Me gustaba su rostro, aquella mirada, inocente, dulce y al mismo tiempo pícara. Siempre me excitaba mirarla a los ojos mientras practicábamos sexo. Ahora quería poseer su cara. Una mujer puede tener el cuerpo perfecto, pero sin un rostro bonito que le acompañe y que yo considere bello, todo se queda en nada y no cabe en mi casilla de las mujeres voluptuosas. Ella era mi elegida. Tal vez no era la más bonita de todas, pero para mí tenía una cosa especial, diferente que quizá sólo yo podía llegar a ver.
Ella chupaba con tranquilidad, pero yo no lo acababa de tener claro. ¿Qué quería de ella? Le pedí que se pusiera en la sofá bien abierta de piernas y que empezase a darse placer. Ella hizo lo que yo le solicité. Agarrándome el miembro, me lo acabé de poner a punto mirándola todo encendido de deseo. “¡Como me gustaría a que fueras mi esclava sexual!” “Me darías caña todos los días” le dije estrechando los dientes y pillando muy fuerte mi pene entre los dedos, sin dejar de bombear.
A continuación la penetré al mismo tiempo que le decía que la deseaba, que quería gozar de su cuerpo y del placer que sólo ella me daba. Así contemplé como la iba empalando con mi verga, acariciando el placer que me proporcionaba el roce de su carne en mi pene. Bombeé atisbando algunos pequeños orgasmos, pero continuaba sin saber qué quería de mi esclava.
Quizá era hora de castigarla porque no me daba suficiente sexo, por no vestir de manera más femenina, por no utilizar tanga, por no dejarse los cabellos largos, por no gemir ni decir groserías en otras ocasiones que yo se lo había pedido para que me excitase, pero no reproché nada de esto. Tampoco tenía esposas, ni la até con una cuerda o una corbata, que quizá era lo que ella había imaginado.
En ese momento, estorbado por un juguete que había por en medio, vi el desorden que había a nuestro alrededor y me percaté que era la ocasión de castigarla porque consintiese que los niños escampasen los juguetes y no los recogieran nunca o porque ella también era sumamente desordenada.
Así, la castigué a continuar chupándome el pene. “Ahora conocerás el olor de tu coño en los morros. ¡Chupa!”, le dije con la autoridad que se supone que el amo debía representar en su papel. En un santiamén me retiré y ella volvió al sofá, quedándose otra vez abierta de piernas, mostrándome el centro del deseo masculino abierto de par en par, para mí. Le dije a que suplicase por su placer, que quería verla gozando de él, pero no me convenció su actuación. Entonces era el momento de que me excitara exponiéndome su culo. Ella obedeció y yo la volví a empalar, ahora por detrás, embelesado con aquel pandero voluptuoso, grande, redondo; hechizado por aquellas curvas trazadas con una cintura estrecha y la espalda ancha y fornida.
 Bombeé con avidez, con ferocidad, incluso llegando a hacerle un poco de daño. Ella se quejó y yo le pegué un palmetazo en el culo, diciéndole que se aguantara, pero en seguida me retiré. “Vuelve a chupármela” fueron otra vez mis palabras. Y ella volvía tener mi pene en su boca, pero ahora, además de chuparlo, me lo mordió, fuerte, haciéndome daño. Le volví a pegar una palmetazo en el hombro y la derribé sobre el sofá para sentarme encima de ella, dominante, para acabar de mirarla a la cara, acercándole mi pene vigoroso, caliente, encendido de deseo y con ganas de culminar el placer del encuentro. La avisé. Quería poseer su rostro e iba a hacerlo, como en las películas. Deseaba ver mi corrida en todo él.